Pablo Estévez Hernández, 2024
A la memoria de Carla Marzán Gutiérrez
La última Noche que Ella vivió fue una Noche Cualquiera
salvo por la Muerte — esto Nos hizo
ver la Naturaleza distinta
Nos fijamos en cosas pequeñísimas —
cosas antes inadvertidas, a esta gran luz sobre nuestras Mentes en Itálicas — por así decirlo.
Emily Dickinson.
La tierra tiembla.
O lleva temblando un tiempo…
Los bajos comienzan tras un misterioso sonido, que se me antoja un hilo de humo. El bucio convoca a la pista de baile: el temblor de los párpados, al inicio, cuando aparecen las sombras de Bliss y Dailo, cuando comienzan a manipular el tiempo y el espacio, te hace sentir las primeras imágenes como un terremoto. Estoy por hacer un intento de algo imposible: de contar la experiencia de bailar oyendo y tocando imágenes, una sinestesia que es una de las formas tradicionales de la curación, en un experimento que nace de la conjunción de Bliss y Dailo ―Ácido folclórico― mientras despliegan todo su material en el Espacio Cultural El Tanque. El abanico de melodías, cajas, formas, bajos, fragmentos de audios e imágenes alucinadas que proyecta la intervención me provoca un torrente de pensamientos y sensaciones incompletas (la imposibilidad de armar todo está ahí), cuya forma primordial es el montaje, uno que puede hacer que estos textos también tengan la capacidad de reordenarse y dañarse de modo que refracten algo que sólo puede articularse con el baile como forma de curación.
El punto dos del Manifiesto del Hierro dice: “Nunca podrá ser destruida la huella de nuestros orígenes. Ni la conquista, ni la colonización, ni el centralismo, han logrado desterrar la certidumbre de esta cultura viva”.
Pero hay una paradoja que se encuentra especialmente viva en procesos como el de Ácido folclórico, donde Dailo y Bliss desafían ciertas lógicas narrativas y convenciones culturales y estéticas; donde Aníbal y Hans conjuran el baile, invitando con sus cuerpos a entrar en la alucinación. La paradoja es la resaltada hace tiempo por el escritor Ralph Ellison: el músico de jazz, o el artista en general, “debe perder su identidad en el momento en que la encuentra”. O, dicho de otra forma, al destacar con un estilo propio es cuando formas parte de una cadena de cuentos inmemorial.
Tengo el recuerdo de una conversación lejana, de cuando las grúas y palas comenzaron a picar en la tierra para un proyecto turístico denominado “Cuna del Alma” –al que oportunamente la gente rebautizó “Tumba del Alma”. El proyecto pretende enclavar una serie de chalets con piscinas en un barranco que sirve de delicado hábitat para plantas, pájaros endémicos y más bichitos y animales. Las palas comenzaron a perforar maquinalmente, incapaces de notar el dolor de la herida. En la conversación, comentando lo que estaba pasando, una amiga me dijo: “noté la pala picando como en mi propio vientre”.
Ese momento y esa frase parecen una buena coordenada para todo lo que la música y las imágenes de Ácido folclórico son capaces de refractar… pero siquiera así, sería un cuadro incompleto. El viaje que te pegas bailando con Bliss y Dailo supone un laberinto histórico, temático y cultural; tantos fragmentos adecuados a un fluir en particular, bien situado, bien armado de pesados imanes en la forma de prototípicos pins colgados de un uniforme.
Ácido folclórico conecta con unos placeres especialmente vibrantes hacia la reconstrucción. Permite un tipo de puzle en el cual armar lo que sólo ha sido posible en el formato de la sesión. Ese placer también es a posteriori, es la tarea que te llevas a casa. Cada espacio recreado por las mezclas de sonido e imágenes puede a su vez descargar otro contenido para que, ya fuera de su receptáculo, encontremos lo que estaba encapsulado. ¿Acaso no sentimos deseos de reconstruir desde el hilito del fragmento todo lo posible del Manifiesto del Hierro, todo lo posible de Padorno, todo lo posible sobre Crónica Histérica?
El viento, el movimiento, es una de las fuerzas principales de lo que experimentas. El viento acaba acumulando poder para una tormenta. El viento proviene de una articulación de las imágenes que Dailo selecciona: en un molino cogiendo velocidad, moliéndolo todo. Todo acaba siendo un majado de todo lo que ha sido la parte de nuestra cultura sin derecho de pertenencia. Al rato de estar bailando pienso que, en la pista de baile, debemos ser como barcos, como historiadores a contrapelo que sueltan las velas para aprovechar ese viento y atrapar una corriente rebelde. Esa era la metáfora de Walter Benjamin para su materialismo dialéctico; viene bien, pero al rato pienso que los bajos profundos, las mezclas, el baile y la alucinación nos hacen trillar el cuerpo, de manera que somos más como los mismos molinos que tenemos en enfrente… y seremos somos gofio.
“En gofio te convertirás” dice un mago conquistador mientras convierte en gofio a un guanche esclavizado, en uno de los arreglos mágicos del Equipo Neura, un grupo de cineastas que filmaron en super 8 una demente historia de la Conquista de Tenerife. La pista de baile, dentro del tanque de petróleo donde se da esta primera sesión, donde se escenifican todas las historias recopiladas y pasadas por ácido, es de repente una era para el trigo y el millo que son nuestros cuerpos. Pronto seremos gofio de tanto bailar, quedaremos hechos gofio… La magia es mimesis de camino a ser metáfora.
Lo refractado de la realidad finalmente es más real que lo que llamamos vida cotidiana.
¿Cómo es posible esto? ¿O cómo llegan a este tipo de revelación Dailo y Bliss? ¿Es su yuxtaposición de música proto-trance fragmentada e imágenes rotas y alucinadas algo así como una iluminación profana?
Llevo tiempo pensando que la vida cotidiana contiene un halo de violencia que sólo es posible determinar y comprender si se aplican procesos miméticos e incluso alucinatorios. Si desordenas la realidad, si te pones a fliparla por un segundo (a través de la música o de otras formas de arte), entonces puedes llegar a vislumbrar esa violencia, esa herida… y posiblemente curarla.
El folclore, asociado habitualmente a la gente popular que trabaja unida a la tierra, puede ser considerado, en cierta manera, una mimesis de la naturaleza. Ácido folclórico es el mundo alucinante, un exceso mimético; es decir, la capacidad posiblemente mágica de contrarrestar no a la mimesis del folclore, sino a la mimesis de la mimesis (como diría Adorno y Horkheimer) que hace el fascismo.
Bertolt Brecht lo puso en otras palabras, cuando alertó de que el montaje conduce a un tipo de realismo sin precedentes. Podemos sopesar a qué tipo de realismo canario aspiramos al mezclar sonidos y experiencias lejanas con imágenes y músicas basadas en la electrónica y en “cajas”, de las cuales en Canarias tenemos un fondo común de amor a ritmos imperecederos. El realismo puede ser mágico; pero es más como si la magia, con sus principios básicos de imitación y contaminación, desvelara la realidad tras las cortinas de las ideologías imperantes (otro nombre para la mimesis de la mimesis). El montaje de Dailo y Bliss es un folclore maldito en cierta manera… O toma del folclore maldito para provocar una alucinación. Es un reencuentro con la naturaleza negada por la modernidad a través del exceso.
La herida, para el caso de Canarias, es más vieja y más profunda que la pala cavando y revolviendo tierra en la Tumba del Alma. Esa herida contaminante, moribunda, es una calavera enterrada junto a toda la verdad. Casi no podremos saber su origen, pero tiene que ver con mucha sangre derramada, como en los fragmentos que Dailo muestra de Crónica Histérica, la película de producción amateur del Equipo Neura que narra una alucinada Conquista de Canarias: aunque la sangre sea desparramada con botes de pintura, no deja de ser sangre. Y en esta imitación no sólo está la gracia, sino la misma facultad mimética de una historia contra-hegemónica, a contrapelo de la oficial. Y la herida sigue, muta, encuentra su capricho eco-sistémico en tantas ideologías y en tantas formas.
El montaje es capaz de apropiarse de “condiciones históricas extremas”, añade Paul Gilroy. “Pero esas densas e implosivas combinaciones de sonidos diversos y disímiles suponen algo más que la técnica que emplean”. Casi podríamos decir lo mismo para los sampleados de Bliss. De alguna manera creo que lo que logra su dilatada sabiduría en los mandos ―lo que es capaz de juntar de manera armoniosa con su música― es un encuadre anticipado para que las imágenes no sucumban a la tensión estética. Cuando Dailo y Bliss se miran de manera cómplice en medio de la sesión es cuando llegan a ser conscientes de ser veladoras del poder del montaje. Hacerse con las condiciones históricas extremas es como andar en medio de la tormenta sin protecciones, sin brújula, sin mapa, pero atadas a los imanes, al peso histórico. Porque Canarias es un cúmulo de sitios pesados...
Cuando era un pibito tenía una camisa de un colectivo que era una plataforma para muchas luchas en Canarias. La prenda tenía una delicada serigrafía donde aparecía un muro dibujado con unas plataneras detrás. En el muro del dibujo se leía: “Se vende Canarias”. La pista sigue sonando y la tierra sigue temblando. Las luces que provocan la secuencia colorida de las imágenes de Dailo bambolean los espectros del viejo tanque de petróleo. En el aire, como si fuera una gran combustión ―como sí antaño se hubieran atrevido a lanzar una colilla o un fósforo al tanque― un coro de voces se junta al unísono para gritar: “¡Canarias no se vende, se ama y se defiende!”
Desde la mesa de mezclas, Bliss asoma el hocico agitando las manos, acompañando a la gente que grita, instigando la pequeña rebelión que Ácido folclórico ha conjurado sin querer. Al volver al cuadro de luz de su altar, repara en el ritmo y no se despega de las últimos samples; apenas se diferencian sus notas finales de los puntos de sutura.
Creo que recordé la camisa en ese momento en que Bliss regresaba al aura de su mesa de mezclas, como si al fin hubiera hecho efecto el recordatorio de la contundencia de una transacción; una transacción cotidiana que es la herida ampliada de nuestra historia moderna.
La última folía, un film de Roberto Rodríguez, es un lamento por la muerte de un amigo. La última folía es la del finado, la del encuentro con el plano existencial, con la nada. En ese espacio de recreación musical en el que suena la tristeza de la última folia, cuando sus palabras se presentan como una endecha profunda, llegas a palpitar, al borde de la última nota, del último fragmento, como un miedo incontenible por el fin.
Pero ¿qué es lo último? Sabes que esa música nunca se detendrá salvo si se convierte en la nada. Sabes que nunca se detendrá hasta el último baile. La última folia es el preludio al carnaval.
Con las imágenes del carnaval, con su propia capacidad alucinatoria y surreal, junto con el uso que hace Bliss (en el tema “Tagoror”) de lo que en Canarias llamamos “cajas”, me percato de que hay algo cíclico en todo esto, que me viene a la cabeza a través de una investigación que me ha ocupado más de diez años. Hace tiempo entendí que el llamado hardcore, una música electrónica traída por guiris al sur de Tenerife, podía ser un fenómeno interesante para entender las dinámicas culturales y sociales de la Canarias de los últimos treinta años. No fue hasta que logré entrevistar a djs que tuvieron su incidencia en todos estos procesos que me di cuenta de que el hardcore no era solo una “moda”, ni simplemente una influencia externa, sino que su traspaso de lo turista a lo nativo ya proviene de una predisposición por el gusto que remite a una memoria muy particular. Uno de los djs veteranos de la escena de ese hardcore tinerfeño, dj Lucas, que vivió los procesos de transculturación a principios de los noventa, señala la clave de la caja en la música como un factor asimilable por rasgos identitarios que predisponen el gusto por el sonido. No me canso nunca de escuchar este fragmento de una entrevista que le hice:
… Estamos hablando de los noventa, y ahí ya poníamos cajas, era el principio del hardcore, ya lo conocíamos como hardcore. Y en ningún sitio te dejaban pinchar hardcore, porque era demasiado loco […] ¡Claro! Es que eran las cajas, era esa percusión diferente que nos gusta mucho a la gente de aquí por el tema de las congas y es otro tipo de percusión ¿no? Mis amigos de la península me decían que es música africana […] Era como la música negra pero puesto al doble de velocidad […] Nosotros somos de cajas, lo tengo comprobadísimo. Un cencerro carnavalero, a la gente de aquí, en un disco, se vuelven locos. No sé por qué, si será o por las influencias que tengamos.
Lucas parece apuntar a una estructura de percusión que, como intuición profunda, señala que es africana, que prosigue en la música negra y que puede vincularse al carnaval, casi como si ya conociéramos al hardcore antes del turismo. Por ello, creo que sería erróneo tomar la música y las imágenes de Bliss y Dailo, tanto como los bailes de Hans y Aníbal, como una distorsión del folclore, o como una performance socarrona sin más. Veo en cada concatenación de imágenes y fragmentos musicales una posibilidad para expresiones antiguas. La más importante es la de la curación de esa vieja herida inmemorial. Al menos el intento de hacerlo…
Cuando César Manrique denuncia a la “mafia especulativa”, que destroza el territorio y despieza a la comunidad, yo oigo, en medio de la sesión en el viejo tanque de petróleo, la palabra “magia”. Mafia y magia suenan parecidas. Me esfuerzo por entender que hay una fuerza mimética desde las palabras; quizá es un poco forzado, pero, al escuchar magia, imagino una magia sanadora de las heridas que provoca la mafia especulativa, lo mismo que esa mafia es en sí mismo un organismo que funciona con maleficios. El antropólogo Michael Taussig, que ha tratado con los maleficios en su teoría sobre el Estado, acostumbra decir que es un exceso mimético el que puede obrar un tipo de redención del terrorismo de la magia especulativa. Su propuesta comienza con unos versos de Emily Dickinson, que tratan de apreciar la naturaleza con un tipo de consciencia (o inconsciencia) que permite una “mutualidad alimentada por el dominio del no-dominio”, una posible salida a toda esta destrucción. “Te convertirás”... dice el hechizo del Equipo Neura.
“Nos declaramos plenamente solidarios con las reivindicaciones de las masas canarias. No creemos en una cultura al margen de las luchas sociales del pueblo. Autonomía, democratización de la cultura, libertad de creación y protagonismo popular son las herramientas con las que haremos nuestra propia revolución cultural” dice otro de los puntos del Manifiesto del Hierro. Otro track de esta sesión alucinada deja escapar un comentario sobre el tagoror, aquel círculo de piedras que concentraba la vida política precolonial de Canarias. Una de las primeras historias escritas en la nueva sociedad colonial, marcada por el cristianismo imperial, incide en que el tagoror era una estructura única en cada jefatura isleña, situada justo enfrente del hogar de lo que la historiografía llama el “rey” indígena, de cada Mencey, suponiendo una suerte de jerarquía precolonial: el tagoror era un consejo presidido por el rey, delante de su casa. Pero la arqueología ha encontrado luego muchos más tagorores, dispersos, situados en rincones dispares de la orografía isleña, incluso dentro de un mismo menceyato. ¿Qué clase de jefatura era ésta? ¿Acaso esta evidencia nos empuja a redefinir el pasado, especulando con un sentido de toma de decisiones más amplio?
El tagoror que se exhala desde la música de Ácido folclórico puede sonar como una posibilidad de expandir la lógica democrática más allá de encajes imperiales, estatales y eurocéntricos. El tagoror no es así un sitio en concreto, ni siquiera una multiplicidad de lugares dedicados a regir la vida isleña, sino un espíritu… algo más cercano a la música que a la política entendida en términos occidentales. Ese sentido de tagoror me asombra, lo veo como una forma de diálogo no limitado a códigos escritos, ni siquiera solamente hablados… También lo veo como una forma de equilibrar. Imagino compensaciones, justicia popular, deudas canceladas, aproximaciones… Equilibrar puede ser también curar y reparar.
Taussig destaca, leyendo a John Berger, que el dibujo y el baile son prácticas ancestrales, anteriores a la escritura o la arquitectura, esenciales en la capacidad de curar. ¡Justamente el baile y el dibujo!
Desde los primeros bajos profundos de los que he hablado aquí, con la aparición de los petroglifos del Hierro ―los dibujos en piedra ancestrales―, desde los primeros contoneos de Ácido folclórico y las fuerzas espectrales que acompañan a los cuerpos de Hans y Aníbal, yo sentí que bailaba hacia las imágenes, hacia el espacio de muerte y luego hacia la curación.